Estoy segura de que, más de una vez, al entrar en una tienda y encontrarte ante una gran multitud de opciones de, por ejemplo, jerséis, habrás salido de ella con las manos vacías. Quizá te hayas ido por no haber encontrado el modelo que buscabas, o quizá por miedo a elegir uno de ellos y después encontrar otro en otra tienda más bonito y arrepentirte, y por ello habrás preferido anticiparte a ese remordimiento y quedarte con el dinero para guardarte la posibilidad de revisar más alternativas en un futuro (aquí el dinero representaría esa tranquilidad de saber que todavía podemos elegir entre muchas otras opciones en otro momento). Pero… ¿por qué sucede todo esto?
Bien, antes que nada, quiero presentarte la diferencia que existe, según la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT) (entre otras fuentes), entre una toma de decisiones y una elección, diferencia que se basa en el uso que hacemos de las razones, que son los argumentos que nos convencen (o que usamos para convencer a otros) de que una opción es mejor que otra.
Cuando hablamos de la toma de decisiones nos referimos a un método racional que persigue analizar todas las opciones que están encima de la mesa y seleccionar aquella que, según el análisis, insisto, racional de los pros y los contras, tenga un mayor beneficio para el objetivo que se esconde tras esa decisión. Es decir que, cuando tomamos decisiones, lo hacemos según una serie de argumentos, por una serie de razones que nos indican que aquella opción puede ser mejor que las otras para nuestro objetivo. Se trata, entonces, de un proceso consciente y activo (de hecho, altamente exhaustivo). Algunos ejemplos diarios y simples de decisiones serían, por ejemplo, lavar los platos con agua caliente porque sabemos que se lavarán mejor o tumbarnos en la cama y no en el suelo porque sabemos que dormiremos mejor.
En cambio, cuando hablamos de elecciones, el eje central no son esas razones, esos argumentos, sino nuestras preferencias personales construidas a lo largo de nuestra historia vital, nuestros aprendizajes y experiencias y, sobre todo, nuestros valores, aunque esto suceda de manera inconsciente y “camuflada”. Para ejemplificarlo, una elección sería el salir a correr pronto por las mañanas, compartir tu vida con una persona o involucrarse con una ONG solidaria. Puede que existan razones para salir a correr, como saber que hacerlo será beneficioso para tu salud, o también para inscribirse en un programa solidario, puesto que eso será un beneficio para ciertos colectivos de la sociedad, pero no son el motivo principal por el que realizas dichas acciones, sino que lo haces porque lo eliges libremente, la razón de tu elección es la elección en sí misma: preferías hacer eso en vez de otra cosa porque te despierta cierto tipo de emociones y te aporta beneficios valiosos para ti, según tus experiencias, tus preferencias y tus valores.
Como seres humanos, tenemos el derecho, la capacidad y la oportunidad de elegir, igual que de tomar decisiones, pero la complicación llega cuando la inseguridad o el sobreanálisis se apoderan de nosotros y parece que quedemos incapacitados para movernos de esa encrucijada que nos abre la puerta a una gran diversidad de caminos.
Muchas veces, para poder elegir o tomar una decisión en el ámbito que sea, nos sentimos en la obligación de forzarnos a analizar todas y cada una de las alternativas que tenemos sobre la mesa para averiguar cuál de todas ellas podría ser la más perfecta. Necesitamos, de alguna manera, crear todos los escenarios futuros posibles para estar seguros de que, moviendo una u otra ficha, conseguiremos el resultado que queremos. Y sí, eso es totalmente lícito; sin embargo, ante esta necesidad vamos añadiendo alternativas al abanico de posibles situaciones resultantes, y aunque analizar cierto número de alternativas sea lógico, positivo y eficaz, hacerlo en exceso puede abrir paso a dos conceptos resultantes:
La parálisis por el análisis.
La paradoja de la elección.
En referencia al primer concepto, aunque es cierto que sí se debe hacer un previo análisis de alternativas ante la toma de decisiones, también lo es que el tener demasiadas opciones encima de la mesa puede suponer un desgaste cognitivo que nos haga sentir incapaces de posicionarnos dado el sobreesfuerzo realizado al analizar una variedad tan amplia de posibilidades.
En cuanto a la paradoja de la elección, ésta nos dice que, cuanto mayor sea nuestro abanico de opciones, más probable será que no quedemos satisfechos con la elección final, y esto se debe a que todavía más "¿y si…?" nos vendrán a la mente al pensar en qué hubiera pasado si hubiésemos elegido otra opción: ¿Y si hubiese elegido ese otro jersey? ¿Y si hubiese escogido ese otro máster/trabajo? ¿Estaría ahora en una posición mejor? Esta retahíla de preguntas suele perseguirnos hasta llegar a atormentarnos, aunque lo cierto es que muchas veces el problema no es tanto aquellas cosas que elegimos, sino aquellas a las que renunciamos al realizar dicha elección. Al final, es un hecho innegable que, al elegir “A”, estamos dejando de elegir el resto de letras del abecedario, que al elegir comer judías para cenar, estamos dejando de elegir comer pollo, tortilla o arroz, y que cuando elegimos estudiar medicina, estamos dejando de elegir estudiar magisterio. Aunque en temas más abstractos algunas posibilidades puedan mezclarse y podamos conseguir los beneficios de varias de ellas a la vez, éstas acostumbran a ser excluyentes y no pueden ser elegidas de manera simultánea, y es en esa renuncia (y en su inevitabilidad) que debemos trabajar para desarrollar esa tolerancia a la pérdida que nos permita elegir centrándonos en aquello que ganamos en vez de en todo aquello que dejamos de elegir.
En una investigación de la Universidad de Columbia realizada por Ivengar y Lepper en el 2000 se seleccionaron dos grupos de personas que deberían exponerse a la decisión de comprar un tipo concreto de mermelada u otro. A las personas del primer grupo se les hizo escoger entre 6 tipos de mermelada, mientras que las del segundo grupo tuvieron que escoger entre hasta 24 y 30 tipos distintos. El resultado fue que el porcentaje de compra de las personas del primer grupo, que habían escogido entre solo 6 tipos de mermelada, fue mucho mayor (12%) que el de las del segundo (2%) y, además, las del primero manifestaron mayor satisfacción con su compra que las del segundo, quienes, al tener más alternativas, más dudaron tras leer tantas etiquetas y descripciones de si su elección había sido la adecuada. Este estudio es uno de los muchos que respalda que la existencia de varias opciones es positiva y necesaria, pero que la existencia de demasiadas puede paralizarnos y llevarnos a la indecisión por sobreesfuerzo y colapso cognitivo.
Sin embargo, existe un atenuante del efecto de la paradoja de la elección que sería, por ejemplo, que la emocionalidad tras la elección no estuviera sujeta al objeto de la elección en sí, sino en la mera acción de haber elegido. Por ejemplo, en caso de estar colaborando con una ONG que reparte alimentos, la satisfacción no vendría por estar comprando bricks de leche de una marca o de otra, sino por el hecho de estar comprando alimentos que serán donados a personas necesitadas. Así, en este caso, la elección sería mucho más satisfactoria puesto que esa satisfacción estaría vinculada con haber elegido emprender esa acción solidaria más que en qué producto hayamos decidido comprar.
Varios estudios estiman que un adulto puede llegar a realizar alrededor de 35.000 elecciones diarias, pero solo un 1% de todas ellas son plenamente conscientes. Muchas de ellas son casi automáticas en cuanto a desgaste de energía, como por ejemplo qué ropa elegimos ponernos por la mañana o qué camino tomaremos para ir o volver del trabajo. Sin embargo, cuando la elección y sus consecuencias adquieren una importancia superior, o si hay un objetivo concreto detrás (en cuyo caso hablaríamos de una decisión), no nos conformamos con elecciones o decisiones semiautomáticas ni con sondeos superficiales de pros y contras, sino que escrutamos cada opción elaborando una especie de ponderación o comparativa cuanti/cualitativa entre ellas generándose así procesos cognitivos mucho más complejos y conscientes (y en los que, por cierto, y de manera inevitable, también se invierte mucha más energía).
Barry Schwartz, profesor de Psicología en la Universidad de Swarthmore y autor de “La paradoja de la elección” (https://amzn.to/37qxTo1), nos dice que la cantidad de opciones ideal para generar un balance idóneo entre “alternativas suficientes” y “demasiada información” es de 3. Además, defiende que una cura ante la parálisis y la indecisión es que los seres humanos aprendamos y nos entrenemos para estar cada vez más cómodos con el concepto de “good enough”, es decir, “suficientemente bueno”, en vez de gastar toda nuestra energía física y cognitiva en encontrar la opción perfecta que nos asegure que no habrá ningún tipo de remordimiento posterior. Aunque es cierto que cada decisión y elección nos llevarán por distintos caminos, nunca podremos saber qué hubiese pasado si hubiéramos escogido otra opción; por tanto, no tiene sentido gastar energía en pensar en ello una vez nos hayamos decidido por alguna de las alternativas por o con nuestras propias razones.
Además, este autor defiende que, usualmente, si la diferencia entre una, dos o tres opciones finales son tan pequeñas que cuesta posicionarse junto a alguna de ellas, las diferencias entre sus resultados o consecuencias también serán insignificantes, y, por tanto, tampoco merecerá la pena invertir tanto tiempo y tanta energía en seguir analizándolas indefinidamente.
En cuanto a las elecciones, quiero resaltar una última conclusión. El hecho de elegir según nuestras preferencias y nuestros valores es una herramienta altamente eficaz de cara a la satisfacción de nuestras necesidades, pero a su vez tiene un gran inconveniente y es que, al ser una herramienta que busca esta satisfacción, se priorizan los beneficios a corto plazo. Por ejemplo, aunque yo sepa que comer azúcar puede generarme problemas de salud a largo plazo, ahora mismo me apetece comerme un paquete de galletas y por eso elijo comérmelo en vez de adoptar una dieta más sana. En este tipo de situaciones en las que vemos que aspectos de vital importancia para nuestro bienestar se están viendo afectados, como por ejemplo la salud, nuestro rendimiento y nuestras relaciones (que serían más consecuencias a largo plazo de nuestras acciones cotidianas), sería positivo y quizá acertado plantearnos, tal y como se afirma en El Confidencial, pasar a una toma de decisiones más racional y controlada en la que podamos atribuir la importancia que merecen aquellas consecuencias a largo plazo de las elecciones que estamos tomando hoy.
Para concluir, solo quiero remarcar la importancia de pasar a la acción, de no quedarnos en stand-by de manera indefinida. No te hablo de actuar sin pensar, pero sí de no quedarte en la encrucijada paralizado eternamente, y por supuesto también de que no te olvides de la responsabilidad que conlleva este derecho a elegir: lo verdaderamente importante y trascendente no será tanto la elección o la decisión que tomemos, sino qué hagamos después con ello. Si algo no ha salido como esperabas, no inviertas energía en machacarte y en pensar cómo hubiera sido todo si hubieras tomado otra decisión, porque eso nunca lo sabrás. Invierte tu tiempo en confeccionar un plan de acción que te lleve lo más cerca posible de ese resultado que deseabas y aprende para futuras experiencias, sé valiente y sigue tomando decisiones, porque tienes el derecho y la capacidad para ello. No te quedes atascado por anticipar consecuencias que quizá nunca sucedan o por miedo a no tomar la decisión perfecta, puesto que el pretender llegar a ella supondrá una gran inversión de tiempo y energía y, probablemente, su mayor coste será la eterna indecisión.
Y a modo de deberes… Plantéate si aquellos remordimientos que quizá hayas sentido en alguna de tus últimas elecciones/decisiones hayan podido ser generados, más que por la pérdida de los beneficios de otras alternativas, por la manera en que te has hablado a ti mismo/a sobre tu competencia y eficacia para tomar decisiones. Nunca olvidemos el poder del lenguaje y de cómo transforma el filtro de las gafas con las que miramos la realidad y a nosotros/as mismos/as. Más usualmente de lo que creemos, nuestras acciones se definen, redireccionan y construyen encima de los cimientos que nuestras creencias y nuestra forma de comunicarnos con nosotros mismos han ido afianzando en nuestro interior a lo largo de nuestra vida.
Referencias Bibliográficas:
G. Wilson y M. Luciano (2007) Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT): Un tratamiento conductual orientado a los valores.
Iyengar, S., Lepper, M. (2000) When Choice is Demotivating. Journal of Personality and Social Psychology, 79
https://blogs.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/psicologos-4you/2013-02-05/decides-o-eliges-usando-la-razon-para-tomar-decisiones_588610/
Comments